Qué es un reloj, sino un vago recuerdo de lo que se llama
pasado, una ligera ilusión del supuesto futuro y un peso metálico del presente,
lo único real.
Hay más de una de estas maquinarias de ilusión y cada una posee
cualidades distintas.
Tengo un reloj, lo suelo usar para saber a qué hora tengo
que hacer las cosas. Su carátula sin números me suele acompañar durante mis
viajes diarios, en una especie de cotidianidad, un diario caminar entre
asfalto, grava y acera en la ciudad.
Dentro de esa caja plateada se encuentran las horas
repartidas a éste mundo, al aspecto que se llama normal. Cada giro en sus
oscuras manecillas, cada dígito en su calendario me indican las actividades, el
tiempo que me resta, el tiempo que aparenta existir.
Suelo usar otro cuando viajo. No un tanto a ciudades, sino a
eventos, a portales a través de los que accedo a una confluencia completamente
distinta. Una armonía entre la cacofónica normalidad.
Pero hay otro reloj…
No es del tipo con correas y hebillas como los otros, ni
suelo cargarlo, llevarlo a viajes o incluirlo en la cotidianeidad. Su caja es negra, con los doce marcados en romano. Al centro de
su tapa también tiene un pequeño ojo, una ventana a su interior que permite ver
las manecillas señalando.
La parte de atrás también tiene su ventana hacia el
interior, muestra el metálico corazón girando, desenrollándose y teniendo un ritmo
propio.
Sus horas cuentan una historia distinta a los otros. Cuentan
la historia secreta, ocultos deseos de la mente, añoranzas en las horas taciturnas,
destellos de una ficción que rivaliza con la realidad.
Abrir la tapadura y verlo trabajar, verlo vivir en mecánica
instancia me lleva a un destino distinto, un desliz de la realidad en algo más
que éste suelo, éste aire, éste sitio.
Es diferente pensar en el tiempo que hay para hacer las
cosas que se tienen que hacer, al tiempo que uso para hacer cosas.
Unos cuantos giros sobre la maquinaria, dejar que el muelle
gire y le dé vida al péndulo que a su vez, en maravillosa armonía, gira los
engranajes y hacer que el segundero dance alrededor, acariciando las horas,
mientras que el minutero lleva el vals mayor.
Tiempo en la ficción, visión de un mundo interior,
extrapolado a tics y tacs, destinado a girar en efímera dimensión que nuestra imaginación
nos hace creer real.
Son robados unos cuantos giros para mí mismo, durante la
noche y la madrugada en la actividad, tomando del cansancio unos cuantos sueños
y vertiéndolos en notas, hojas o libretas mientras las brujas siguen afuera
brillando en las montañas.
Porque el tiempo y las letras son una abstracción, medios en
que se crea la realidad; entre lo que es, cómo sería o lo que podría ser, la
redacción de la idea y el supuesto lapso en que esa idea transcurre o lo vieja
que es.
Las letras se oxiden si pasan demasiado dentro de un cajón,
el tiempo se olvida cuando se está dentro de la abstracción.
Una idea perdura y logra romper la prisión del tiempo, toma
su época, forja su esencia y se deslinda de su supuesta fecha.
Cronos despierta sumergido en una bañera de tinta y danzante
invoca a otras criaturas sempiternas en el espacio en blanco que ha dejado una
Supernova.
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