Me encuentro en una amplia sala llena de ogros,
miro hacia uno de los rincones y veo la gran cantidad de jarrones que hay.
Un poco de curiosidad, solo con eso me basta para
levantarme de mi asiento, rodeando a los ogros mientras siguen leyendo sus periódicos
o haciendo números con ábacos.
Me asomo en uno de los jarrones.
Hay un campo largo y dorado, parece un campo
lleno de trigo o tal vez sea maíz, se ve lejano y atractivo.
Después de haber echado otra mirada a los ogros,
me vuelco hacia el jarrón, arrojándome al interior.
Una vez en el suelo, diviso el campo sembrado a
mi alrededor, pero también escucho música cercana.
Al morir el día, llego a un pequeño pueblo que se
encuentra al centro del sembradío, como un gran ojo obscuro, mirando hacia el
cielo.
Las danzas se perfilan en los alrededores, cada
una en su fogata improvisada con madera y recuerdos.
Queman todo lo que debe ser quemado, al ayer se
convierte en la promesa de una noche más, puede que haya un amanecer al
final.
Se encienden los fuegos en los callejones y
plazas, iluminando así un pueblo de rocas negras.
Un pueblo pequeño, perdido entre los largos
valles dorados por el trigo y el maíz; un lugar sin murallas, castillos o
torres vigías. Un par de molinos y el resto era un pueblo de rocas negras que
cubrían chozas de adobe. Las pocas cabañas se confundían con la roca por sus
maderos gruesos y obscuros.
Es una noche normal, de las que acontecen
entre las lluvias y sequias. Tan solo las invocaciones comunes, danzas, música
y hechicería.
Las llamaradas arrojan humo y cenizas; los
instrumentos, con sus cantos guturales y percusiones, se confunden con el
bullicio y los gritos de los pobladores. Hay quienes observan a los danzantes,
hay quienes solo se acercan a los músicos, y otros solo se refugian en las
llamaradas.
Mientras, los danzantes siguen.
Seres humanoides, féminas y monstruos ataviados
en seda y pieles, pintados de pies a cabeza, invocan la noche. Bailan por la
lluvia, bailan por la sequía, por nieve, pos la noche, por el atardecer y el
amanecer. Cada paso que dan es para imitar la danza de las estrellas, cada
gemido es por el viento y sus bocas hacen todo tipo de sonidos de vida y
muerte, las más fuertes emociones, danzan por las pasiones que arden en el
fuego, memorias desvanecidas.
Noche atravesaba todo el carnavalesco
suceso. Miraba las rocas negras girar, y pequeñas estrellas artificiales
estallar en súper nova para el deleite de todos. Lilibel sigue sentada en su
cabeza, llevan ya un buen tramo de viaje recorrido y necesitan descansar un
poco.
Les gusta este lugar, pueden sentarse hasta
el amanecer viendo el desfile quimérico. Un panorama tranquilizador en un mundo
de monstruos.
Siempre me topo con Noche en estos lugares,
compartimos un gusto por la música y las noches taciturnas, nocturnidades
acompañadas de brujería.
Elijo un pequeño taburete cerca de danzarinas y
goblins, hay suficiente luz para garabatear algo en mi libreta. Noche elige un
árbol para descansar recargado en él; duerme en el umbral de los oníricos
bosques, más ahora que viaja hacia la torre blanca con Lilibel.
Es un pueblo de paso, siempre alberga a quien
quiera quedarse unos días, o una noche, todo el que lo desee puede danzar,
dormir o soñar. Un sitio de descanso para la mente, reposo de espíritus,
refugio de viajeros.
Muchos recurren a este pueblo cuando sienten el paso desgastado, para sentirse acompañados por otros que hacen su viaje y necesitan danzar.
A final de cuentas todos danzamos, juntos en la
oscuridad.